lunes, 5 de julio de 2010

REÑIDERO, de Crocop

Conocí a Crocop hace unos meses participando juntos en un concurso de novela. Leí la suya y ví que había algo ahí. Se lo dije. Teníamos algunas lecturas en común y a él parecía gustarle mi laburito, también.
Un tiempo después, ya terminado el concurso -en el que ninguno de los dos fue siquiera finlista-, me llegó este cuento, que le publicó Editorial Doble H, en el compilado Horror Hispano 3.
Uno de zomies, dijo Crocop y recelé: no es un género que me apasione.
El asunto es que el autor no me dijo toda la verdad (Reñidero no es, ya verán, exactamente un cuento de zombies) y que yo me equivoqué, montado en uno de mis (múltiples) prejuicios.
El cuento es tremendo.
Pero bueno, basta de prólogo, es el primer texto ajeno que cuelgo acá, así que se imaginarán que me parece buenísimo.
Sin más, con ustedes, Reñidero:

Todavía respiraba. Lo sujeté del hocico y le corté la yugular por debajo de la oreja con mi navaja. Fue un tajo sucio. Los espectadores gritaron creyendo que se debía a mi falta de destreza, pero yo ya lo había hecho antes. Muchas veces. Era sólo que en esta ocasión quería que doliese. Con mi último billete de cien había hecho un turulo para soplar hasta lo más hondo de los pulmones de mi último pit bull mi último resto de mi última papela, luego había apostado por él con mi última esperanza y todo lo que hizo el animal para agradecérmelo fue manchar con su sangre mi último par de pantalones.
Cargué con el cuerpo hasta el fuego y lo arrojé a la hoguera, los rescoldos me saltaron a la cara. Las llamas consumían a otros perdedores, el humo olía a gasóleo, pelo y grasa quemada. Los cuerpos carbonizados parecían sonreír sarcásticamente colmillos y sangre. Nadie vino a buscarme. El Santero solía enviar un par de matones para que arrastrasen hasta su capilla, dentro de la casa, a quienes habían contraído lo que él llamaba una deuda de alma. Atravesé la multitud que se agolpaba repartiendo sus ganancias o lamentando sus pérdidas alrededor del reñidero, mientras los amos de los perros que habían resultado victoriosos los limpiaban y enjuagaban sus heridas con ginebra. Las chicas, en su mayoría de Europa del Este, se iban desplazando hacia los triunfadores; el dinero suele terminar oliendo a coño. Sin embargo, la grada de los ricos, así llamábamos a la zona apartada del resto ocupada por modelos de veinte apenas vestidas que acompañaban a hombres de cincuenta embutidos en trajes de Armani, todo ellos rodeados por los esbirros armados del Santero, sólo había empezado a calentarse. Esperaban los verdaderos combates, en los que se apuesta con más de tres ceros. Esa noche yo formaría parte de uno de ellos.
Entré en la casa. Los sudamericanos armados que se encargaban de la seguridad me cachearon e hicieron que me vaciase los bolsillos. No tenía nada más que mi navaja, un mechero y medio paquete de Fortuna. Entre los guardianes estaba el Clavo. Movía los labios susurrando una oración que no identifiqué, mientras sopesaba el cuchillo que utilizaría poco después, intentando acostumbrarse al peso del mango y la longitud de la hoja. Me lanzó una mirada que parecía un escupitajo.

- ¿Sabes? -dijo El Santero sin girarse hacia mi, sentado entre velas y aparentemente absorto en la contemplación de su altar repleto de imágenes religiosas- Que ganen o pierdan tus perritos me importa un carajo. Ahí no hay dinero, sólo ambiente. -No respondí, seguí prestando atención a su discurso, parecia ensayado, la voz sonaba como la de un sacerdote ebrio de poder, y la túnica púrpura que vestía se agitaba al son de sus palabras-. Has contraído un compromiso más profundo de lo que puedes afrontar sólo a base de arrogancia. Ya no importa si alguna vez te fuiste de mi finca creyendo haberme ganado, con tres mil euros de mierda en el bolsillo. Tengo algo que vale mucho más que cualquier bien material.

El Santero se volvió, mostrando orgulloso por encima de su cabeza el frasco azul que contenía mi alma. Además de algún bálsamo de composición para mí desconocida, en su interior había sangre, pelo y uñas que yo mismo me había cortado y le había entregado. Era el requisito indispensable para formar parte de las veladas que organizaba en su finca, si se quería ganar dinero con las peleas de perros en Madrid, había que cumplir ese trámite. Si se perdía más de cinco veces en una noche, el alma pasaba a estar condenada. Si se pretendía recuperarla, había dos formas; pagar treinta mil euros, o formar parte de uno de los combates finales de espectáculo. Combates a navaja entre hombres desesperados.
Que yo supiera, nadie había logrado reunir el dinero suficiente para recuperar su recipiente. Según la creencia, sólo al beber su contenido, uno volvía a poseer su propio espíritu. El que salía vivo del combate, veía cómo su alma volvía a ser guardada para una nueva ocasión, la del perdedor se arrojaba a la hoguera poco antes que su cadáver. El Santero tenía un armario lleno de frascos similares. Los rosas eran de dominicanas a las que trajo aquí engañadas, les hizo entregar su alma, y las esclavizaba en puticlubs de carretera. Los azules eran de los hombres que trabajaban a sus órdenes, haciendo todo lo que él les exijiera. Los frascos blancos, almas de niños. Había muchos frascos blancos. No quise saber qué hacía con ellos.

- Mira a todos ésos –dijo refiriéndose a los millonarios que bebían copas rodeados de putas de lujo en la zona acotada al frontal del reñidero-. Altos cargos, futbolistas, productores, empresarios... ¿crees que tratarían conmigo sólo por gusto? ¿Crees que es mi carisma –utilizó un tono burlón- lo que los trae hasta aquí? ¿Crees que blanquean mi dinero, o pasan por alto mis... irregularidades, y me ofrecen sus contactos porque soy amable con ellos? -hizo una pausa interrogativa, según recuerdo, mi única respuesta fue levantar una ceja-. No. No -terminó por contestarse a sí mismo-. Ellos pueden decidir lo que vosotros, pobres desgraciados, hacéis con vuestra vida: busca un trabajo, paga una casa, sigue las normas que te dicto... Pero sólo yo tengo el privilegio de decidir sobre vuestra muerte. Nadie arriesgaría su existencia terrenal, quizá ni siquiera la de su oponente, en la arena, sólo por una cifra escrita en un cheque para diversión de esas personas tan pudientes. Ni siquiera por una ley que lo exigiera, pero yo estoy por encima de eso. Tengo control sobre el descanso o el tormento eterno -hasta ese momento había admirado su capacidad para modular la voz y adaptarse al castellano dejando de lado los modismos dominicanos de su origen, pero esta última frase me resultó ligeramente impostada-. Tú llegaste a mi casa con aires de superioridad, orgulloso y altivo. Yo veía en ti al típico sofisticado convexo atraído por el mundo oscuro que disfruta burlándose de las creencias ajenas. Cursiva
- Sólo pretendo conseguir algo de dinero sin necesidad de levantarme a las siete de la mañana cinco veces por semana -respondí por fin.
- Nada es tan fácil, ahora tendrás que pagar el precio. Tu oponente de esta noche ya está decidido -El Santero dio dos palmadas y entró el Clavo. Era un antiguo sicario al que yo había conocido algún tiempo antes. Se había excedido en una de sus palizas cargándose a una de las putas propiedad del Santero, así que le había tocado pelear esa noche. No era la primera vez que le ocurría, le había visto matar a dos contendientes, en otras veladas como aquella. Sólo era unos centímetros más alto que yo, y tampoco muy musculoso, pero corpulento. Llevaba la cabeza rapada por los lados, y tenía las manos cubiertas de cicatrices, como todos los luchadores a navaja experimentados. Su apodo venía de antiguo. Se decía que en la República Dominicana, cuando le tocaba asesinar a alguien por negocio, se excitaba tanto que tenía que clavársela al cadáver. Y que aquí, cuando se acostaba con alguna chica, tenía que mentalizarse para no terminar por matarla. A veces no lo conseguía. Entonces contraía deuda de alma. Era lo único que le asustaba. Sé que nunca hubiese reincidido de exigírsele que jugase por su vida eterna una partida de ajedrez, pero pelear a navajazos... Era una modalidad segura para él.

El público se impacientaba y no convenía que estuvieran descontentos hombres que habían llegado en coches tan caros. Empezó el espectáculo. Nos hicieron quitarnos las camisas, arrancaron un jirón de la mía, negra, y de la de Clavo, roja. Ataron con ellos las almas, que dejaron colgando junto a la hoguera. El que saliese por su propio pie tendría que recoger el frasco que contuviese la suya y arrojar al fuego la de su adversario, condenándolo así al sufrimiento eterno. El Santero se puso en el centro de la arena e inició un ritual que siempre me había fascinado. Clavo hincó las rodillas en tierra, pero yo preferí mantenerme de pie, bajando la cabeza en señal de respeto. Era una oración negra. Su voz sonaba distinta cuando la recitaba. El texto explica que el fuego se cebará con quien no se pliegue a las normas, y luego contiene una serie de torturas y mutilaciones que tendrá que sufrir en el otro mundo el pobre desgraciado que no recupere su recipiente. Una condenación inimaginable, sin esperanza, con Dios y todos los santos dándole la espalda, pisando su corazón, negándole su amor, mientras que el infierno en pleno, con Lucifer a la cabeza, se dedicará a destruirle sin posible remedio, sin redención o final para su noche roja y doliente, ése es uno de los versos. Mientras recitaba, la luz de los focos, el aire frío y el humo viciado componían la atmósfera, no había ningún ruido para arroparla. Todo el público permanecía en silencio. Las modelos se acurrucaban contra los trajes de Armani buscando una protección de la que los dueños no habrían podido aprovecharse ni con todas las pastillas azules que su Visa dorada pudiese pagar. Se sentían intimidados al entrever un mundo por encima éste, de todos los bienes que habían logrado reunir con sus negocios. Entonces, se consideraban humanos y vulnerables. Mientras, El Santero, ponía los ojos en blanco como si buscase en su interior la fuerza que ejercía sobre las criaturas del Más Allá.
Una vez terminada la liturgia, nos lanzaron un cuchillo a cada uno, pero yo pedí permiso para utilizar mi navaja y me fue concedido. Nos hicieron ponernos franqueando al Santero, para que los congregados nos viesen y pudieran hacer sus apuestas. Toda cifra era pequeña cuando lo que estaba en juego era la condenación eterna. El público había tomado por torpeza mi actuación con el perro, y sabían de la habilidad del Clavo con el cuchillo. La balanza se inclinó rápida y ostensiblemente hacia mi rival, al que quise estudiar desde mi posición. Llevaba un rosario tatuado alrededor del cuello e imágenes de santos dispersas por todo el velludo torso. Yo también tengo tatuajes. Dos caras, una en cada hombro, fue un capricho de adolescencia.
Se dio la señal. Uno de nosotros acabaría pronto con su cuerpo junto a los de los perros, y su alma sufriendo un tormento inimaginable. Me gustaría decir que fue fácil, pero recibí varias cuchilladas. La más grave me afectó a un tendón, desde entonces no puedo levantar el brazo izquierdo demasiado por encima de la cabeza, y tengo una cicatriz visible en la barbilla que a temporadas cubro dejándome crecer la barba. Sin embargo, el hecho de escribir estas líneas hace evidente que gané, por esa vez. El Clavo era un amasijo de carne e intestinos en el suelo, las lágrimas saladas debían escocer en sus heridas, los santos y cruces que adornaban su piel estaban rotos en mil pedazos, no era eso lo que le importaba. Había luchado hasta que sus manos no pudieron sujetar el machete intentando arrancarme el alma, pero ahora suplicaba piedad por la suya. No a mí, al Santero. Él, impasible, rodeado por sus amigos millonarios, hizo el gesto con el que indicaba al público menos pudiente que debía abrirme paso hasta la hoguera. Al andar entre ellos vi en sus rostros auténtico terror, iban a ver condenar un alma al fuego eterno. El crepitar de las llamas agitaba frente a mí los frascos pendientes de cintas imperfectas.
Te lo mereces –gritó alguien al Clavo.- Dios al final termina pasando factura. Llora ahora, hijo de puta. Llora. Vas a pasar llorando hasta el día del juicio final en el puto infierno.
Otros se unieron a las increpaciones, escupieron al moribundo, le lanzaron vasos y botellas. Me vino a la mente el perro al que había cortado el cuello. No creo en el arrepentimiento, pero sí en aprender de los errores cometidos. Aquella noche, no quise dar otra mala muerte al perdedor de un combate. Desaté la tira negra que sujetaba mi alma.
Y la arrojé a las llamas.
Mientras el público miraba estupefacto, tuve la sensación, sin duda debida al cansancio, la sangre y el sudor nublando mis ojos, de que los carbonizados esqueletos de los perros lamían los restos del frasco destrozado con lenguas rojas de fuego desde las cenizas. Desaté el recipiente del Clavo, fui hasta el centro de la arena entre la gente desconcertada, y se lo entregué. Logró abrirlo y beber su contenido, murió antes de poder darme las gracias. El Santero, desde la grada, rodeado por sus invitados, gritó todo tipo de maldiciones contra mí, invocó arcanos oscuros. Pero no parecían surtir efecto, me alejé andando hacia el aparcamiento, mientras el público, enfadado porque no me fulminase un rayo, o apareciesen demonios que me arrastrasen al averno, volvió su ira contra los congregados pudientes y el anfitrión. Los esbirros no podían contener a la masa, ni mucho menos venir a buscarme. Me perdí en la noche, en este mundo sólo tenía unos vaqueros manchados de sangre, en el otro... Se bajó la ventanilla de un coche de alta gama. Asomó la cara más preciosa que nunca he visto, cubierta de lágrimas negras de rimmel. Intentaba que no se notase que lloraba.
- ¿Ya ha terminado? ¡Tú eres uno de los hijos de puta que mataban perros!
- He hecho cosas peores ahí atrás
–confesé. Y confidencia por confidencia, ella, conteniendo sollozos:
- Me dijeron que era una fiesta. Sólo me dijeron eso. Una fiesta –bajé la mirada avergonzado.-Pero, ¡cómo estás! Ay, te tengo que llevar a un hospital – se percató al fin.
- No, habría que dar explicaciones –acerté a responder confundido por tanta amabilidad después del horror.
- Pues te vienes a mi casa. Sube.

Era una orden que subrayó abriendo la portezuela del coche. Estaba tan loca como para meter dentro a un asesino y llevarlo a su casa. Nunca había conocido a alguien así. Alguien que no fuera culpable.
- ¿Quiénes son ésos?- preguntó refiriéndose a los tatuajes de mis hombros.
- Sartre y Nietzsche -dije señalando a uno y otro con la barbilla.
- No los conozco, ¿qué son? Me suenan a músicos.

*
Fuimos a su casa. Yo no podía moverme. Ella lo hizo todo. No era tonta. Sólo joven. Hace más de cincuenta años de aquello. El Clavo fue el primer hombre al que maté. Yo fui la primera persona a quien ella curó, vistió, y dio esperanza. Hubo muchos, muchos otros. En su cuenta y en la mi´a.Ella siempre me ha sido fiel. Yo sigo sin arrepentirme de nada. Ahora sabe perfectamente quiénes son los hombres cuyos rostros ilustran mis hombros, nos reímos juntos de su confusión. Luego la conversación nos conduce a todo lo ocurrido aquella noche marcada por el acero en mi cuerpo y nuestra memoria. Los dos sabemos que no es así, pero, aunque nunca se lo haya confesado, desearía que El Santero tuviera razón, ahora que veo la muerte tan cerca. Cuando admiro su belleza, cada día más intensa, quisiera creer para poder rogar que todo fuera cierto.Que hubiera un mundo más allá de éste donde ella pudiera recibir una recompensa a todo lo bueno que ha hecho, aunque eso significase que yo padecería una eterna agonía con mi alma condenada. Siempre sería mejor que la atroz verdad que la razón impone. La nada que a ambos nos espera.

1 comentario:

  1. Exelente! de Verdad me gusto mucho esta historia. . Gracias por subirlo XD

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